sábado, 2 de noviembre de 2013

Muerte y Filosofía





No corremos hacia la muerte, huimos de la catástrofe del nacimiento
E. Cioran. Del inconveniente de haber nacido

La muerte ha ocupado un lugar especial en la filosofía, y es que desde la reflexión misma sobre ella, así como su materialización en los filósofos, ha sido sobresaliente. Es difícil encontrar a algún filósofo que no haya siquiera utilizado por un momento algo de su pensamiento en la muerte, desde las más grandes cosmogonías y sistemas filosóficos hasta las éticas, están plagadas de comentarios sobre la Nada, o de consideraciones acerca de lo que es vivir, lo que lleva a considerar incluso a la filosofía como una propedéutica para la muerte. Es por ello, que desde la antigüedad se ha considerado que “filosofar es aprender a morir”. 

Hay múltiples formas de eludir el desasosiego que produce conocerse finito; la angustia ante la posibilidad de la Nada, o en otros términos, la pérdida de conciencia, la total ausencia de Yo, aquél que Unamuno enaltece al punto de implorar estar en el infierno eternamente a cambio de seguir siendo, y negar el no-ser, escribe el filósofo español en El sentimiento trágico de la vida “nunca me hicieron temblar las descripciones, por más truculentas que fuesen, de las torturas del infierno, y sentí siempre ser la nada mucho más aterradora que él” (1). Por ello el hombre ha erigido en torno a la negación a la muerte, caminos varios, desde los tóxicos, el arte o la ciencia y la religión, estas últimas con promesas de la prolongación de la vida siempre y cuando sigamos sus preceptos. 

Aun así, algunos filósofos también han encontrado la forma racional de eludir la pregunta, citemos dos ejemplos; Tales de Mileto en alguna ocasión afirmó a uno de sus discípulos “entre la vida y la muerte no hay diferencia”, éste le inquirió “¿y por qué no te matas?” a lo que respondió “precisamente por eso, porque no hay diferencia” (2).  Recordemos, por otro lado, un fragmento de La carta a Meneceo de Epicuro, en ella escribe “el más estremecedor de los males, la muerte, no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros somos, la muerte no está presente y cuando la muerte está presente, entonces nosotros no somos. No existe, pues, ni para los vivos ni para los muertos” (3). 

En cuanto a la muerte misma de los filósofos, también hay mucho por decir, algunos llevándola a cabo como una lección más de filosofía, el caso paradigmático y más conocido, Sócrates, quien bebió la cicuta en vez de aceptar el destierro, y nadie podrá acusarle de no ser congruente consigo mismo y su filosofía, al menos si seguimos al Sócrates que nos presenta Platón en su Fedón o del alma en donde lo hace decir “los verdaderos filósofos hacen del hecho de morir su profesión” (4). También tenemos a Séneca quien logró escapar de la muerte como condena de Calígula, pero terminó siendo condenado a suicidarse por Nerón, un estoico como él enfrentó la muerte de forma apacible y racional, al igual que su familia que también se suicidó. Otro caso de una muerte honorable es el del renacentista Giordano Bruno, quien fue condenado por el Santo Oficio a la hoguera la cual había sido preparada “de forma terrorífica; pila de leños, carbón, astillas para encender fuego y diez carretadas de pez, con lo que se había confeccionado una camisa para que su vida se consumiera más lentamente, y lo sentaron en una silla de hierro" (5).

Tenemos también muertes de filósofos bastante conocidas pero que por su excentricidad bien podrían ser dignas de un bodrio hollywoodesco, basta recordar la muerte que Empédocles, de quien según nos narra Diógenes Laercio, murió al arrojarse a un volcán queriendo dejar fama de haber sido hecho dios, posteriormente fue encontrada únicamente una sandalia de bronce que fue devuelta por el fuego del mismo.  También Diógones, pero el cínico, tuvo una muerte curiosa al supuestamente haber comido un pulpo crudo. De Heráclito se nos cuenta que murió al querer curarse de hidropesía enterrándose en estiércol, hecho que lo mató al día siguiente. 

Mucho más reciente tenemos la muerte de Roland Barthes, quien murió en 1980 semanas después de haber sido atropellado por una camioneta de lavandería, es difícil no ironizar su tragedia tomando en cuenta su lucidez intelectual para desenmarañar los mitos y significados de su sociedad… ¡el semiólogo llevado a la muerte por un camión de lavandería!

Para cerrar este escrito, es imposible dejar pasar a los suicidas sin condena, tal es el caso de Deleuze quien se arrojó por la ventana de su departamento tras sufrir por semanas una grave insuficiencia respiratoria o de Walter Benjamin, quien al parecer se quitó la vida al ser capturado por el régimen fascista en un pueblo Catalán. 

En este día de muertos; Muerte, ¡feliz día!



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Referencias bibliográficas

(1) Unamuno, M. Del sentimiento trágico de la vida. Ed. Losada. 2010
(2) Laercio, D. Vida y obra de los filósofos más ilustres. Ed. Porrúa. 2003
(3) Epicuro. Carta a Meneceo – Vida Feliz. Ed. Universidad de Valencia. España. 2009
(4) Platón. Diálogos. Ed. Porrúa. 1990
(5) Rowland, I. Giordano Bruno. Ed. Ariel 2010