lunes, 27 de junio de 2011


El mercado de la educación


por José Vieyra Rodríguez


La educación es el arte de rebautizarnos o de enseñarnos a sentir de otra manera.
F. Nietzsche



La tendencia de los modelos educativos exige la competitividad como una de sus metas. Ésta, a su vez, no es exclusiva de ciertas asignaturas o disciplinas, como por otro lado no lo es la educación con respecto del mercado. Así, es imposible eludirse de su participación en materias o carreras de índole filosóficas. Lo anterior quizá puede deberse a la institucionalización de la Filosofía, perdiendo de esta manera parte de ella misma, me refiero a su espíritu cínico, crítico, irreverente y contestatario, que se ve reducido, la mayor de las veces, a una maraña de argumentos a favor del sistema económico dominante, a saber, el capitalismo, y algunas otras a preguntarse ¿qué podemos hacer para mejorar nuestra situación?, pero no para cambiarla radicalmente.

La educación se repliega, retrocede –suponiendo el avance, aquél progreso del que hicieron gala los ilustrados que pelearon sus batallas como garantes de la razón y a lo lejos los vemos como ingenuos optimistas–, se pliega sobre un campo en dónde surgió hace siglos: la escuela. Y es incluso ahí en donde no logra mantenerse aislada de los embates del mercado que monopoliza toda actividad social, por ello, la escuela le pertenece. ¿Qué hace el mercado con la educación? La corrompe –si es que algún día fue pura–, o por lo menos desvirtúa los viejos valores humanistas y los subordina a los nuevos valores de la lógica de la ganancia, en donde a los maestros los convierten en “prestadores de servicios profesionales” y a los alumnos en “clientes”, terminología robada del mercado para aplicarla sin miramientos a los ámbitos educativos, sin preocuparse siquiera de maquillar los deseos mercantilistas de su nuevo telos.

Si la educación estaba ahí para hacernos libres de prejuicios, ahora lo está para atarnos a ideales. Quizá esto no sea nuevo, el mismo Platón se vio decepcionado de la educación y la política después de sus viajes a Siracusa, replegándose él también en un lugar aislado del vulgo, condenado a vivir en un lugar sectario, elitista, selectivo, en una palabra; academicista. Condenándose a sí mismo a lo que Nietzsche más tarde vería con claridad, al crecimiento de hongos y podredumbre en su Academia, debido a la lejanía del ágora, de la plaza pública, del contacto con la gente.

¡Momento! ¿Pero en verdad está perdida la filosofía actual en su ámbito académico? Contesto, no sólo eso, sino que además ahí mismo ha germinado el virus empresarial. Decía un poco más arriba que el mercado ha hecho suya a la educación, esto por consiguiente, acapara a la filosofía como asignatura y profesión.

jueves, 2 de junio de 2011

Diógenes; de una filosofía a un síndrome



Muchos distan sólo un dedo de enloquecer,
pues quien lleva el dedo de en medio extendido, parece loco;
pero que no si el índice.
Diógenes de Sínope



Diógenes de Sinope, fue un filósofo griego y máximo representante de la escuela cínica. Según cuenta la historia, su padre era banquero, quién le pidió que lo ayudara a falsificar monedas, o bien, a incitarlo a que él mismo las falsificara, por ello huyó a Atenas y se hizo discípulo de Antístenes. Tiempo después cuando le echaban en cara que los sinopenses lo habían condenado a destierro, contestó que él los condeno a quedarse. Cuando al final de su vida le recordaban este episodio de falsificador respondió jocosamente que también de niño se orinaba a sí mismo.

El filósofo errabundo, solía llamar a los gobernantes “ministros de la plebe”, gustaba de echar en cara la hipocresía y falta de coherencia entre el pensar y el actuar, solía decir “¿por qué procuran decir lo justo pero no hacerlo?”. Alguna vez pronunció un discurso en público al que nadie asistió, al terminar se puso a cantar y se llenó de gente a su alrededor, por lo que profirió: “a los charlatanes y embaidores concurrían diligentes, pero tardos y negligentes a los que enseñan cosas útiles”. También cuenta Menipo que Diógenes cayó preso y fue vendido como esclavo, al ser inquirido sobre qué sabía hacer, éste respondió: “sé mandar a los hombres”, finalmente a quien lo compró le dijo: “conviene que me obedezcas, pues aunque el piloto y el médico sean esclavos, conviene obedecerlos”.

Diógenes no fue precisamente el más educado en modales, en alguna ocasión lo invitaron a una gran casa llena de adornos y le prohibieron desde su entrada escupir en ella, por lo que al entrar llenó su garganta con un buen escupitajo y se lo echó en la cara del anfitrión diciendo “no he encontrado un lugar más inmundo”. Al pasar por la calle y gritar “¡hombres, hombres!”, asistiendo junto a él varios, contestó: “hombres he dicho, no heces”. Él mismo se hacía llamar perro, y alguna vez el mismo Platón lo llamó así, a lo que respondió “dices bien, pues me volví contra quienes me compraron”. Vivía en la calle y sin ningún bien material, al punto en el cual al ver que un niño bebía de una fuente con sus manos, Diógenes sacó su pequeña vasija y la arrojó diciendo que el niño le gana en simplicidad y economía, aquél infante le había dado una enseñanza filosófica.



Sebastiano Ricci - Alejandro y Diógnes


Otra de las historias de este singular filósofo, es aquella que cuenta que un día Alejandro Magno se encontró con él mientras estaba tirado en el suelo tomando el sol, Alejandro bajó de su caballo y le dijo: “pídeme lo que quieras”, Diógenes respondió “hacerte a un lado, no me hagas sombra”.

Su filosofía es práctica, es un vituperio en contra de los convencionalismos y una demostración de la farsa que es la sociedad, echando en cara al rico su miopía de razón, como en aquella ocasión en que vio que un esclavo calzaba a su dueño y por ello le dijo al amo “no serás feliz hasta que te suene también la nariz, pero eso lo hará cuando no tengas manos”.

Basten los ejemplos citados para comprender que Diógenes era un hombre de acción y pensamiento, que se interesó en este mundo por la vida práctica y sin banalidades, cuestionando las bisuterías tanto materiales como filosóficas. Dormía en la calle, en un tonel o en donde le cogía la noche, comía de la basura y ya viejo no se recluyó a descansar sino a seguir viviendo. Quizá por todos estos motivos, es uno de los filósofos más olvidados en la filosofía clásica, pues no propone un grandioso sistema de pensamiento sino uno de supervivencia y de felicidad.

Aunque no es la filosofía oficial la única que le ha reservado un lugar no muy grato dentro de su historia, sino que también la psicología, con su habitual malinterpretación de actitudes, ha llegado a proponer que un “síndrome” lleve su nombre.

En la actualidad, se ha dado a conocer un conjunto de comportamientos que han dado por llamar Síndrome de Diógenes, en alusión directa al perruno filósofo. No es desdeñable revisar la visión de los psicólogos para saber el por qué han hecho esta invención de nomenclatura con referencia la cínico por excelencia, pues dicho “síndrome” tipifica ciertas actitudes que son moralmente condenables en nuestra cultura. Así, una de los elementos que adopta dicha psicología para condenarla bajo su saber, es que las conductas de las personas muestran una renuncia a vivir con dignidad, son huraños y desprecian a la comunidad que los rodea, generalmente se encuentra dicho comportamiento en adultos que atraviesan ya la senectud.

En otras palabras, bajo la mirada del saber “psi”, Diógenes en realidad tuvo un problema psicológico, pues en vez de tratar de entablar relación adecuada con su sociedad, buscar una buena convivencia comunitaria y tener de antemano un sentimiento de cercanía para con sus semejantes, lo que hizo fue alejarse de ellos, vivir de manera “incorrecta”, despreciarlos, en otras palabras, su misantropía es elemento suficiente para enjuiciarlo.

La psicología opera bajo el estatuto de la normalidad adaptativa, así que quienes estén fuera o se dirijan hacia allá, serán tipificados como anormales y por ende, con problemas. Es sumamente triste que, lo que puede ser entendido como una “filosofía de vida”, una crítica social o un ejemplo de congruencia, se tergiverse para convertirse en un cuadro de comportamientos que denotan un problema mental.

Si bien, no niego que el cambio de actitud en ciertas personas, además de sus hábitos y demás, que son catalogados bajo el término de Síndrome de Diógenes, sean perjudiciales para una convivencia armónica, me limito a alzar la voz en contra de esta simplificación y enjuiciamiento moral y por ende valorativo de las conductas, pues desde la propia inspiración para nombrar al “síndrome”, hasta el porqué condenarlos a aquellos como comportamientos inadecuados, no es más que una sarta de juicios de valor que no van más allá de opiniones vulgares de “profesionales” miopes. Diógenes lo que hizo fue demostrarnos el estado de necesidades artificiales bajo las cuales vivimos, siendo la vuelta hacia el estado natural la obtención de la felicidad, algo que quizá hasta ahora no hemos podido comprender.

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Referencias
Diógenes Laercio. Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. Ed. Porrúa. México. 2008.