domingo, 14 de julio de 2013

La política de la felicidad





La felicidad es un concepto que pertenece al entendimiento; 
no es el fin de ningún impulso, 
sino lo que acompaña toda satisfacción.
Ferrater Mora



La reflexión política de manera sistemática y metodológica, tiene milenios de haberse suscitado, acaso podríamos situar sus inicios con Tucídides con su Historia de la guerra del Peloponeso como el primer sistematizador de conflictos políticos, o bien, nos podríamos inclinar por Platón como el padre de la filosofía política, pero más allá de rastrear los orígenes y desarrollos de la ella, es aún más interesante un vuelco que ha tenido la política misma, dando así también un interés especial en su reflexión. 

Tradicionalmente se entiende a la filosofía política como la reflexión sobre los gobiernos y la regulación de las relaciones sociales, jurídicas, legales y justas entre los individuos que conforman un Estado, así como la concepción de libertad y derechos de los ciudadanos. Si bien, las posturas pueden oscilar desde las tiranías absolutistas hasta un anarquismo moderado, todas ellas reflexionan sobre el bien común, aun la política de Hobbes planteada en su Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil sería erróneo interpretarla como una imposición a favor de tan sólo unos pocos, cuando en realidad, lo que buscaba era la mejor forma de regular las pasiones humanas, que en esencia, son dañinas para con el otro, es decir, planteó una solución para llegar a un bien común. 

Basta hacer una revisión de las propuestas políticas para darnos cuenta que hay intereses que convergen en todas ellas, el principal, es que pretenden el bien de la comunidad y no del individuo, en otras palabras, la política está en función del bienestar social y nunca particular. Lo interesante de ello, radica en que apenas de unos pocos siglos a la fecha, se ha considerado que la política debe velar por el individuo, incluso garantizándole la posibilidad de acceder a la felicidad, y es que ni siquiera Aristóteles planteó a la felicidad como un deber de la política, ya que ello es asunto de la ética, y si bien, política y ética podríamos entenderlas como caras de una misma moneda, ello no significa que su finalidad coincida. 

Ubico este cambio de perspectiva político con la declaración de independencia de los Estados Unidos (1776) cuando se consideró que “el pueblo tiene el derecho a […] instituir un nuevo gobierno […] y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”. Es a partir de este momento, en que se comenzó a utilizar como moneda de cambio la propuesta de la obtención de la felicidad si se instituye tal o cual gobierno, cosa que antes no era asunto público. 

Esto nos ha llevado a encontramos hoy como un imposible escuchar propuestas políticas que no estén plagadas de promesas de felicidad individual, intentando mostrar aquello de lo cual la política nunca se ha ocupado, vendiendo una falsa imagen, una ficción, en la cual, el gobierno velará por la felicidad del ciudadano, a cambio, claro está, de un voto. 

Quien reflexiona sobre el gobierno, sabe que la felicidad no es asunto del Estado, pero es probable que los políticos actuales no reflexionen sobre la forma y labor del gobierno, sino tan solo de costes, pérdidas y beneficios de maniobras y promesas públicas. 

La felicidad, se ha convertido en un asunto de interés público, sin embargo, nada nos demuestra que nuestros gobiernos generen ciudadanos felices, por el contrario, es probable que el sistema político y económico occidental, esté produciendo sujetos cada vez más infelices. Sería innecesario realizar alguna investigación al respecto, basta ir a una librería y ver cuántos títulos de autoayuda están entre los más vendidos, aquellos que prometen enseñar cómo ser feliz, o acaso la proliferación del ambiente “psi” (psiquiatría, psicología, psicoanálisis, etc.) ¿no es una muestra patente de la infelicidad social? Disciplinas que comenzaron su estudio en el campo de las patologías o anormalidades conductuales que llevaban a una incapacidad de vinculación social, son cada vez más utilizadas por sujetos que carecen de estas condiciones, sino que, simplemente, no son felices. 

En una sociedad, con un gobierno que nos incita a buscar la felicidad como obligación moral, lo único que podemos esperar es el acrecentamiento de neuróticos, con sus respectivas terapias, fármacos y demás paliativos. No es que otrora la gente fuera menos infeliz, es que entonces no se planteaban como necesidad dejar de serlo, y por ello, continuaban su vida, sabían cómo afrontarla. El índice de divorcios, es la patente muestra de una idea equivocada, nuestra generación ha crecido pensando que el matrimonio es para ser feliz, cuando en realidad, esto se sabe desde Aristóteles, la familia es el núcleo de la comunidad política, no un lugar para la realización del individuo. 

Estemos advertidos, pues, cuando los actores políticos nos hablen de felicidad, que ella no es un bien en sí mismo, sino un estado del alma al que se llega por los que sí son bienes, en otras palabras, tenemos que conocer cuáles son los bienes que la producen, para entonces llegar a ella. Y algo es seguro en torno a la felicidad, la regulación política, no es uno de esos bienes, sino su marco de posibilidad.