sábado, 2 de noviembre de 2013

Muerte y Filosofía





No corremos hacia la muerte, huimos de la catástrofe del nacimiento
E. Cioran. Del inconveniente de haber nacido

La muerte ha ocupado un lugar especial en la filosofía, y es que desde la reflexión misma sobre ella, así como su materialización en los filósofos, ha sido sobresaliente. Es difícil encontrar a algún filósofo que no haya siquiera utilizado por un momento algo de su pensamiento en la muerte, desde las más grandes cosmogonías y sistemas filosóficos hasta las éticas, están plagadas de comentarios sobre la Nada, o de consideraciones acerca de lo que es vivir, lo que lleva a considerar incluso a la filosofía como una propedéutica para la muerte. Es por ello, que desde la antigüedad se ha considerado que “filosofar es aprender a morir”. 

Hay múltiples formas de eludir el desasosiego que produce conocerse finito; la angustia ante la posibilidad de la Nada, o en otros términos, la pérdida de conciencia, la total ausencia de Yo, aquél que Unamuno enaltece al punto de implorar estar en el infierno eternamente a cambio de seguir siendo, y negar el no-ser, escribe el filósofo español en El sentimiento trágico de la vida “nunca me hicieron temblar las descripciones, por más truculentas que fuesen, de las torturas del infierno, y sentí siempre ser la nada mucho más aterradora que él” (1). Por ello el hombre ha erigido en torno a la negación a la muerte, caminos varios, desde los tóxicos, el arte o la ciencia y la religión, estas últimas con promesas de la prolongación de la vida siempre y cuando sigamos sus preceptos. 

Aun así, algunos filósofos también han encontrado la forma racional de eludir la pregunta, citemos dos ejemplos; Tales de Mileto en alguna ocasión afirmó a uno de sus discípulos “entre la vida y la muerte no hay diferencia”, éste le inquirió “¿y por qué no te matas?” a lo que respondió “precisamente por eso, porque no hay diferencia” (2).  Recordemos, por otro lado, un fragmento de La carta a Meneceo de Epicuro, en ella escribe “el más estremecedor de los males, la muerte, no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros somos, la muerte no está presente y cuando la muerte está presente, entonces nosotros no somos. No existe, pues, ni para los vivos ni para los muertos” (3). 

En cuanto a la muerte misma de los filósofos, también hay mucho por decir, algunos llevándola a cabo como una lección más de filosofía, el caso paradigmático y más conocido, Sócrates, quien bebió la cicuta en vez de aceptar el destierro, y nadie podrá acusarle de no ser congruente consigo mismo y su filosofía, al menos si seguimos al Sócrates que nos presenta Platón en su Fedón o del alma en donde lo hace decir “los verdaderos filósofos hacen del hecho de morir su profesión” (4). También tenemos a Séneca quien logró escapar de la muerte como condena de Calígula, pero terminó siendo condenado a suicidarse por Nerón, un estoico como él enfrentó la muerte de forma apacible y racional, al igual que su familia que también se suicidó. Otro caso de una muerte honorable es el del renacentista Giordano Bruno, quien fue condenado por el Santo Oficio a la hoguera la cual había sido preparada “de forma terrorífica; pila de leños, carbón, astillas para encender fuego y diez carretadas de pez, con lo que se había confeccionado una camisa para que su vida se consumiera más lentamente, y lo sentaron en una silla de hierro" (5).

Tenemos también muertes de filósofos bastante conocidas pero que por su excentricidad bien podrían ser dignas de un bodrio hollywoodesco, basta recordar la muerte que Empédocles, de quien según nos narra Diógenes Laercio, murió al arrojarse a un volcán queriendo dejar fama de haber sido hecho dios, posteriormente fue encontrada únicamente una sandalia de bronce que fue devuelta por el fuego del mismo.  También Diógones, pero el cínico, tuvo una muerte curiosa al supuestamente haber comido un pulpo crudo. De Heráclito se nos cuenta que murió al querer curarse de hidropesía enterrándose en estiércol, hecho que lo mató al día siguiente. 

Mucho más reciente tenemos la muerte de Roland Barthes, quien murió en 1980 semanas después de haber sido atropellado por una camioneta de lavandería, es difícil no ironizar su tragedia tomando en cuenta su lucidez intelectual para desenmarañar los mitos y significados de su sociedad… ¡el semiólogo llevado a la muerte por un camión de lavandería!

Para cerrar este escrito, es imposible dejar pasar a los suicidas sin condena, tal es el caso de Deleuze quien se arrojó por la ventana de su departamento tras sufrir por semanas una grave insuficiencia respiratoria o de Walter Benjamin, quien al parecer se quitó la vida al ser capturado por el régimen fascista en un pueblo Catalán. 

En este día de muertos; Muerte, ¡feliz día!



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Referencias bibliográficas

(1) Unamuno, M. Del sentimiento trágico de la vida. Ed. Losada. 2010
(2) Laercio, D. Vida y obra de los filósofos más ilustres. Ed. Porrúa. 2003
(3) Epicuro. Carta a Meneceo – Vida Feliz. Ed. Universidad de Valencia. España. 2009
(4) Platón. Diálogos. Ed. Porrúa. 1990
(5) Rowland, I. Giordano Bruno. Ed. Ariel 2010

sábado, 5 de octubre de 2013

Del humanismo a la psicología humanista*




por José Vieyra Rodríguez


Si comenzamos por considerar a la psicología humanista como una vertiente de la ya de por sí, múltiple psicología, entonces habrá primero que detenernos en su forma de nombrarla, brindando la posibilidad de acierto a Platón quien nos dice en su diálogo Cratilo o del lenguaje que hay una relación entre el nombre y la esencia que nombra. Por tanto, sin discutir momentáneamente el significado de psicología, enfoquémonos en su adjetivo. 

En el caso que nos ocupa, el adjetivo “humanista” determina y califica al sustantivo “psicología”, dicho adjetivo deriva del sustantivo “humanidad”, pero ¿qué es la humanidad? Pregunta más difícil de lo que aparenta ser, puesto que implica pensarse a sí mismo como perteneciente a ella, no únicamente como especie biológica, sino como característica específica.

Si bien, es probable que desde hace más de dos milenios diversas culturas hayan ideado posibles formas de entenderse a sí mismas, todas ellas estaban plagadas de animismo, mitologías o explicaciones sobrenaturales, y desde ellas daban cuenta de su propia condición como un subrogado de dichas entidades. Fue hasta el siglo IV antes de nuestra era, cuando Sócrates y los Sofistas pondrán en entre dicho los postulados hegemónicos sobre la esencia del hombre, poniendo en un lugar especial a la propia reflexión sobre el humano, y no ya de lo ajeno y lo externo, sino de lo propio, lo más propio del hombre, a saber, su humanidad. Por ello, la pregunta filosófica específica que abordan estos pensadores es ¿qué es el hombre?, con su múltiples derivaciones acerca de la ética, los valores, la política o el lenguaje. Y quizá podamos dimensionar como el mayor legado al de los Sofistas, pues fueron ellos quienes se opusieron radicalmente a considerar una esencia humana, es decir, una entidad estática que nos defina desde lo exterior. 

Tras el esplendor de la cultura griega que vio su máximo desarrollo racional en Aristóteles, le sobrevendrá una decadencia política y espiritual, y será bajo el reinado del cristianismo, cuando se imposibilita un pensamiento sobre la naturaleza de la humanidad; ¿para qué preguntarse nuevamente esto, si la revelación nos ha respondido de forma acabada? Si bien sería exagerado y radical considerar que se anuló totalmente esta pregunta, lo cierto es que la única posibilidad de respuesta era con tintes evidentemente religiosos. No obstante, serán precisamente los creyentes, quienes poco a poco se convencerán más de su “humanidad” y no únicamente de su espiritualidad. 

Históricamente se ha considerado a Petrarca como el primer humanista, pues se le reconoce el haber devuelto a su justa medida la belleza literaria de los antiguos, pero también la belleza del propio mundo, admirándose por los valles y las montañas, permitiéndose un goce carnal en la estética de los sentidos. Aun cuando algunos (Toffanin, G. Historia del humanismo) lo han considerado como “humanista de casta” (por su inclinación a pensar que el humano es el sabio, excluyendo de esta manera a los ignorantes), esto no demerita su logro en pleno siglo XIV.  Podemos al menos, encontrar con él, el inicio de una serie de pensadores que comenzarán por devolver al hombre al centro del mundo, y aun cuando no desaparecieron por completo a Dios de su mirada, sí lo fueron desplazando, poco a poco, hasta encontrar en Descartes el último paso para la realización plena del humanismo, la certeza de la sentencia del “Yo soy” antes del “Dios es”. 

La modernidad se plaga entonces de una variedad de respuestas acerca de lo que es lo humano, de la búsqueda de una “humanidad”, y aun cuando las respuestas sean múltiples, todas concuerdan en algo: la “humanidad” tiene que ser rescatada de aquello que la infravalore, de todo aquello que la menosprecie al punto de hacerla un medio y no un fin, como bien expresará Kant

Ahora bien, no todo lo humano es parte de la humanidad, y esto es fundamental comprender para arribar a la conceptualización de una psicología humanista, puesto que parte de lo humano también es la crueldad, ese gesto característico que sólo el hombre puede realizar en contra de su semejante, y es a ello a lo que se opone la piedad, o en el uso estricto del término de Schopenhauer: la compasión, porque es ahí en donde se me revela que el otro soy yo, en la medida en que nos identificamos en el otro como nosotros mismos, en una única naturaleza, entonces somos capaces de formar parte de la “humanidad”. 

Es esta la lección que deja el humanismo a la psicología, la posibilidad de una compasión con el otro, de la identificación con el sujeto que dista de ser un extraño (extranjero), pues nos pertenecemos. Es ahí en donde se abre el camino de una psicología clínica, aplicable, práctica y con una meta única, independiente de su marco teórico, toda psicología clínica busca aminorar el dolor del otro, haciendo posible una mejor vida, en tanto que nuestra certeza es el aquí y el ahora, lo importante deriva entonces en devolver al sujeto un poco de aquello que se le ha arrebatado debido a su propia condición humana de fragilidad: devolverle la humanidad (la pertenencia a nosotros). Por ello, es imposible pensar en una psicología que no se pueda considerar humanista, pues toda psicología es para el hombre, como centro y piedra angular de su reflexión. 


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*Artículo publicado originalmente en la Revista Sui Generis Número 26.

Bibliografía

Descartes. Meditaciones metafísicas. Alianza Editorial. México. 1998

Kant, I. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Ed. Tomo. México. 2005

Platón. Diálogos. Ed. Porrúa. México. 2005.

Toffanin, G. Historia del humanismo. Desde el siglo XIII hasta nuestros días. Ed. Nova. Argentina. 1967.


domingo, 14 de julio de 2013

La política de la felicidad





La felicidad es un concepto que pertenece al entendimiento; 
no es el fin de ningún impulso, 
sino lo que acompaña toda satisfacción.
Ferrater Mora



La reflexión política de manera sistemática y metodológica, tiene milenios de haberse suscitado, acaso podríamos situar sus inicios con Tucídides con su Historia de la guerra del Peloponeso como el primer sistematizador de conflictos políticos, o bien, nos podríamos inclinar por Platón como el padre de la filosofía política, pero más allá de rastrear los orígenes y desarrollos de la ella, es aún más interesante un vuelco que ha tenido la política misma, dando así también un interés especial en su reflexión. 

Tradicionalmente se entiende a la filosofía política como la reflexión sobre los gobiernos y la regulación de las relaciones sociales, jurídicas, legales y justas entre los individuos que conforman un Estado, así como la concepción de libertad y derechos de los ciudadanos. Si bien, las posturas pueden oscilar desde las tiranías absolutistas hasta un anarquismo moderado, todas ellas reflexionan sobre el bien común, aun la política de Hobbes planteada en su Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil sería erróneo interpretarla como una imposición a favor de tan sólo unos pocos, cuando en realidad, lo que buscaba era la mejor forma de regular las pasiones humanas, que en esencia, son dañinas para con el otro, es decir, planteó una solución para llegar a un bien común. 

Basta hacer una revisión de las propuestas políticas para darnos cuenta que hay intereses que convergen en todas ellas, el principal, es que pretenden el bien de la comunidad y no del individuo, en otras palabras, la política está en función del bienestar social y nunca particular. Lo interesante de ello, radica en que apenas de unos pocos siglos a la fecha, se ha considerado que la política debe velar por el individuo, incluso garantizándole la posibilidad de acceder a la felicidad, y es que ni siquiera Aristóteles planteó a la felicidad como un deber de la política, ya que ello es asunto de la ética, y si bien, política y ética podríamos entenderlas como caras de una misma moneda, ello no significa que su finalidad coincida. 

Ubico este cambio de perspectiva político con la declaración de independencia de los Estados Unidos (1776) cuando se consideró que “el pueblo tiene el derecho a […] instituir un nuevo gobierno […] y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”. Es a partir de este momento, en que se comenzó a utilizar como moneda de cambio la propuesta de la obtención de la felicidad si se instituye tal o cual gobierno, cosa que antes no era asunto público. 

Esto nos ha llevado a encontramos hoy como un imposible escuchar propuestas políticas que no estén plagadas de promesas de felicidad individual, intentando mostrar aquello de lo cual la política nunca se ha ocupado, vendiendo una falsa imagen, una ficción, en la cual, el gobierno velará por la felicidad del ciudadano, a cambio, claro está, de un voto. 

Quien reflexiona sobre el gobierno, sabe que la felicidad no es asunto del Estado, pero es probable que los políticos actuales no reflexionen sobre la forma y labor del gobierno, sino tan solo de costes, pérdidas y beneficios de maniobras y promesas públicas. 

La felicidad, se ha convertido en un asunto de interés público, sin embargo, nada nos demuestra que nuestros gobiernos generen ciudadanos felices, por el contrario, es probable que el sistema político y económico occidental, esté produciendo sujetos cada vez más infelices. Sería innecesario realizar alguna investigación al respecto, basta ir a una librería y ver cuántos títulos de autoayuda están entre los más vendidos, aquellos que prometen enseñar cómo ser feliz, o acaso la proliferación del ambiente “psi” (psiquiatría, psicología, psicoanálisis, etc.) ¿no es una muestra patente de la infelicidad social? Disciplinas que comenzaron su estudio en el campo de las patologías o anormalidades conductuales que llevaban a una incapacidad de vinculación social, son cada vez más utilizadas por sujetos que carecen de estas condiciones, sino que, simplemente, no son felices. 

En una sociedad, con un gobierno que nos incita a buscar la felicidad como obligación moral, lo único que podemos esperar es el acrecentamiento de neuróticos, con sus respectivas terapias, fármacos y demás paliativos. No es que otrora la gente fuera menos infeliz, es que entonces no se planteaban como necesidad dejar de serlo, y por ello, continuaban su vida, sabían cómo afrontarla. El índice de divorcios, es la patente muestra de una idea equivocada, nuestra generación ha crecido pensando que el matrimonio es para ser feliz, cuando en realidad, esto se sabe desde Aristóteles, la familia es el núcleo de la comunidad política, no un lugar para la realización del individuo. 

Estemos advertidos, pues, cuando los actores políticos nos hablen de felicidad, que ella no es un bien en sí mismo, sino un estado del alma al que se llega por los que sí son bienes, en otras palabras, tenemos que conocer cuáles son los bienes que la producen, para entonces llegar a ella. Y algo es seguro en torno a la felicidad, la regulación política, no es uno de esos bienes, sino su marco de posibilidad.


jueves, 25 de abril de 2013

La edad de los juguetes





La infancia, tal como la entendemos en nuestro contexto, es concebida como una etapa del desarrollo psicológico y biológico del ser humano. Desde que se conceptualizó de esta forma a la infancia, se volvió un objeto de estudio posible de ser abordado desde la medicina (pediatría), la psicología (infantil o del desarrollo), antropología, sociología y demás ciencias sociales e incluso naturales. 

Pensar a la infancia como un período específico, con una esencia determinada, un inicio y un fin objetivo y mensurable, la llevó a convertirse también en un importante foco de comercialización, que va desde el agua embotellada para bebés y todo lo relacionado con la alimentación, hasta los pañales, la ropa, los muebles (sillas, mesas, mesedoras), los instrumentos domésticos (las cocinitas, las escobitas, etc.) y por supuesto, los juguetes, lo que dio por resultado tiendas especializadas en la venta de éstos. Al parecer, asistimos a una sociedad infantilizada.


Me parece digno de prestar atención la evolución que sufren los juguetes en las últimas décadas, pues han variado no sólo determinados o influenciados por la cultura y su moda, sino también por las ciencias médicas y sociales. Resulta casi imposible asistir a una juguetería y encontrar un simple juguete que no tenga mayor intención que divertir. Ahora observamos juguetes que oscilan desde los objetivos didácticos (enseñar números, letras, palabras, idiomas) hasta aquellos que están construidos para el óptimo desarrollo motor de los infantes, así como su estimulación perceptiva e intelectual.

Además de los supuestos beneficios que generan en los niños, los juguetes también han sido categorizados por edades. Resulta curioso observar cómo los papás al asistir a comprar un juguete para sus hijos, no siempre consideran en primera instancia a los gustos de sus hijos, sino la edad para la que supuestamente está hecho el juguete, como si el interés del niño estuviera sujeto al de los fabricantes, como si las compañías conocieran de antemano lo que su hijo es, lo que le divierte, o peor aún, lo que debería divertir. 

De esta forma, la compra de un juguete queda determinada por lo que la caja dice, basado estas categorías, en el mejor de los casos, en un estudio con un grupo de niños de esas edades, o quizá en la opinión de un especialista. Todo ello, en última instancia, a quien beneficia es únicamente a los fabricantes, pues están vendiendo un producto con fecha de caducidad, es decir, los papás que compran aquél juguete para un niño de 2 a 4 años, se sentirán forzados dentro un par de años a  renovarlo, y aun cuando al niño le siga gustando jugar con él, el fabricante dice que ya no es apto para su estadio del desarrollo. 

Libros, rompecabezas, colores, figuras geométricas, pizarrones… todo tiene un objetivo y está dirigido a una edad en particular. Las compañías se encargan de dictarnos no sólo qué comprar y cuándo, sino además, qué hijo tener. Acudimos a la persecución de la diversión infantil en nombre de la educación, el desarrollo y la salud. ¡Felicidades especialistas infantiles! Ahí tienen una de las repercusiones de objetivar un período de vida, que quizá nunca termine, por más que quieran limitarlo en su estrecho campo de acción. 


martes, 26 de marzo de 2013

El sueño: una ontología inconclusa*






La naturaleza de los sueños es algo que ha despertado el interés del hombre desde diferentes lugares del conocimiento. La consideración popular contemporánea los reduce a meros procesos cerebrales o, en otros casos, a material psíquico potencialmente interpretable, ya sea por medio de una pitonisa  o un psicoanalista. 

La pretensión científica, por otra parte, también borra el resto de subjetividad incómoda para el investigador, a la vez que bordea una problemática que poco les importa a quienes operan en ese campo del saber, me refiero a la problemática ontológica que arroja considerar el sueño como una realidad tan cierta (no solamente en el sentido psíquico) como el estado de vigilia. 

Fue en 1641 cuando el filósofo francés Descartes publica por vez primera sus Meditaciones Metafísicas, en ella hace objeto de consideración una cuestión cognoscitiva, aquella que se refiere habitualmente bajo el vulgar nombre de “duda cartesiana”, en ella llega al punto de preguntase qué de todo lo que conoce está seguro de ser realmente verdadero, con esta pregunta arriba también a una consideración ontológica, pues dicho cuestionamiento lo lleva hasta los umbrales de certeza de la realidad misma. Es en la célebre primera meditación que lleva por nombre “De las cosas que pueden ponerse en duda” en donde cae en cuenta que en ese preciso momento de estar escribiéndola nada le garantiza no estar soñando, pues “muchas veces ilusiones tan semejantes me han burlado mientras dormía […] –continúa el filósofo más adelante– veo tan claramente que no hay indicios ciertos para distinguir el sueño de la vigilia”. Todo ello lo conducirá por una serie de vericuetos racionales hasta llegar a la certeza de su existencia validada por su propio pensamiento, “pienso, por tanto, soy”. La afirmación anterior ha sido malentendida y malgastada hasta llegar a significar poco de su contenido primordial, pues con esta solución no resolvía únicamente la interrogante sobre la primera certeza indubitable, sino que además, encontraba la forma de saberse partícipe de una realidad objetiva, es decir, el pensamiento sustenta al sujeto como elemento perteneciente a una  realidad independiente del absurdo solipsismo. 

La pregunta sobre qué valida a la realidad subjetiva como verdadera, ha sido objeto de múltiples tratamientos en el arte, en  tiempos recientes la película Inception (Nolan, 2010) ha conseguido actualizar este viejo interés filosófico, pues volvió a poner en entredicho la objetividad aparente de la diferencia entre la realidad y el sueño. En esta película cada personaje posee un objeto llamado “tótem” el cual es el elemento que otorga confiabilidad a la realidad, aquél que da certeza a la existencia en un lugar que bien podría ser un sueño. La respuesta cinematográfica encuentra la misma salida que Descartes, pues la forma de distinción entre el sueño y la vigilia es el propio sujeto cognoscente, en otras palabras, el “tótem” cartesiano es el pensamiento subjetivo. Es en la meditación sexta y última llamada “De la existencia de las cosas materiales y de la distinción real entre el alma y el cuerpo del hombre” en donde Descartes, después de haber estado seguro de que existe como sujeto en tanto se sabe ser “una cosa que piensa”, encuentra también una respuesta definitiva para lograr la distinción entre el sueño y la vigilia; “nuestra memoria no puede  nunca enlazar los ensueños unos con otros y con el curso de la vida, como suele juntar las cosas estando despiertos[…] pudiendo enlazar sin interrupción el sentimiento que de ellas tengo con la restante marcha de mi vida, poseo la completa seguridad de que las percibo despierto y no dormido”, es decir, encuentra la certeza de la vigilia en la memoria, en tanto ésta puede retraer a sí las experiencias pasadas. 

Si bien el filósofo encuentra de esa manera su tranquilidad racional, no todos están conformes y seguros de que sea la memoria una fuente confiable de certidumbre, otro artista, esta vez escritor, también trató la misma cuestión durante el siglo XVII. Calderón de la Barca escribió una obra de teatro llamada La vida es sueño. En ella intenta dilucidar la verdad ontológica de su vida, aunque la respuesta encontrada fue menos alentadora, haciéndola hablar por medio de Segismundo “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”. 


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Referencias bibliográficas

Descartes, R. Meditaciones metafísicas. Ed. Terramar. 2004. Argentina. 
De la Barca, C. La vida es sueño. España
Nolan, C. (Director). Inception. 2010. EEUU 

*Articulo publicado en el número 23 de la Revista Sui Generis, publicación oficial de la UANL a través de la Facultad de Psicología. 




viernes, 1 de febrero de 2013

El mítico origen de la política*




“La actividad de la labor no requiere de la presencia de otro,
aunque un ser laborando en completa soledad no sería humano, 
sino un «animal laborans» en el sentido más literal de la palabra”
Hanna Arendt


Platón narra en su diálogo Protágoras, que estando solamente los Dioses y llegado el tiempo del génesis de las especies, éstos mandaron a Prometeo y Epimeteo a que distribuyesen las facultades convenientemente entre todas las especies. Tras un acuerdo, es Epimeteo quien llevó a cabo la distribución, dando a algunos rapidez, mas no fuerza, haciendo veloces a los débiles, otorgando gran prole a quienes servían de alimento de las demás especies, así como una piel dura y un gran pelaje a aquellos que requerían soportar delicadas condiciones climáticas, así continuó hasta acabar con todas las facultades. 

Epimeteo, que no era sabio, erró, pues al terminar cayó en cuenta que repartió todas las facultades a los salvajes y brutos y dejó al hombre “desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme”, al llegar Prometeo a supervisar lo que Epimeteo realizó, se dio cuenta de la desventaja que esto propiciaba, por lo que decidió robar a Hefesto y Atenea la sabiduría de las artes mecánicas (técnicas) junto con el fuego, y se las ofreció de regalo al hombre. 

Llegó el momento de que viera la luz la especie humana, y por medio de las artes y el fuego participó de las cualidades divinas, por lo cual fue la única especie que accedió al reconocimiento de los dioses, erigiendo altares e imágenes para los mismos, sin embargo, siguió siendo la especie más débil en tanto no vivían en ciudades, estaban dispersos y eran aniquilados por las fieras. “El arte que profesaban constituía un medio, adecuado para alimentarse, pero insuficiente para la guerra contra las fieras, porque no poseían el arte de la política, del que el de la guerra es una parte”, por ello Zeus compadeciéndose del hombre, mandó a Hermes a que entregase el respeto recíproco y la justicia, pero éstas no fueron distribuidas de la manera que las demás artes, ya que, por ejemplo, la medicina la puede dominar una sola persona para ayudar a muchos quienes son legos en la misma, por el contrario, Zeus ordenó a Hermes “que todos participen del pudor y la justicia; porque si participan de ellas solo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá ciudades. Además, establecerás en mi nombre esta ley: Que todo aquel que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad”.

El mito anterior, tiene dos vertientes por las cuales históricamente se ha interpretado, por un lado, narra la necesidad de la educación en el ser humano, pues las artes mecánicas (técnicas) no son facultades naturales adheridas al hombre, sino que son un artificio que se tiene que adquirir, y así mismo que no todos las poseerán, pues basta que algunos pocos sepan algunas artes para con ello generar el bien común en muchos que no las poseen, por tanto, de ahí también se explica la dependencia más prolongada del hombre al resto de sus congéneres durante sus primeros años de vida, pues la pura maduración biológica del cuerpo no garantizará en absoluto su supervivencia ni su adecuada convivencia con el resto de su especie. En esta primera interpretación, entendemos la artificialidad de la educación, la cual es un proceso largo y penoso, pero necesario. 

La otra vertiente consustancial e inseparable de la primera, es el origen de la política y su naturaleza en el hombre, siendo entendida esta como aquello que nos permite respetarnos unos a otros, así como conocer y llevar la justicia, no dejando de lado el arte de la guerra, en caso de ser necesario en tanto atente contra las ciudades. La diferencia radical está en que la política fue concedida por igual, asegurando así la posible convivencia en grupos (dando por resultado también la sociedad) y sabiendo condenar el acto injusto, castigándolo incluso con la muerte. 

La importancia y vigencia del mito es doble, por un lado no debemos olvidar que la función educativa está íntimamente relacionada con lo político, en tanto son dos cualidades puramente humanas, pues la adquisición de técnicas no puede darse disgregada del resto de los hombres, así como también es imposible hablar de política sin entenderla a su vez como un acto educativo que se da entre y para los demás hombres. 

Actualmente quizá se olvida una parte que Protágoras nos cuenta; un oficio puede darse sólo en unos pocos para el beneficio del resto que carece de ese conocimiento, pero la política no puede darse en algunos solamente, Aristóteles llamó al hombre Zoon Politikón, lo cual no significa un “animal social” sino un “animal político”, en tanto la palabra social se da en origen romano y carece de equivalente en el pensamiento griego, por tanto, al hablar de vocación en los jóvenes, estamos hablando de elección sobre un arte mecánico, pero que ello siempre equivaldrá a pensar junto a él un acto político, una dimensión de justicia y no de mera individualidad. 



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*Artículo publicado en el número 22 de la Revista Sui Generis de la UANL.


Bibliografía

Abbagnano. N. Visalberghi, A. Historia de la pedagogía. FCE. México. 1998
Arendt, H. La condición humana. Ed. Paidós. España. 2011
Platón, “Protágoras” en Diálogos. Primera edición. Traducido por J. Ruiz Calonge, E. Iñigo Lledó y C. Gual García. Vol. I, p.357, Ed. Gredos. Madrid. 2000.



lunes, 7 de enero de 2013

El tiempo: entre movimiento y psiquismo.





No existen, propiamente hablando, tres tiempos,
el pasado, el presente y el futuro sino sólo tres presentes;
el presente del pasado, el presente del presente y el presente del futuro
Agustín de Hipona. (Confesiones, XI. 21,1)



Apenas hace unos días comenzamos un nuevo año, con él constantemente surgen listas de propósitos  y deseos que parecen que por el simple hecho de hacerse en estas fechas serán más sencillos de cumplir. Lo anterior, creo que nos presenta una interesante pregunta ¿qué hay en la creencia de un nuevo inicio de tiempo que nos hace valorarlo más que el resto?

Justo antes de terminar el año 2012 algunos alarmistas malintencionados y patéticos estudiosos de la cultura maya, decían que según códices de la antigua civilización, el mundo terminaría el 21 de diciembre de 2012, cosa que, por supuesto, no sucedió. Lo que salta también a la vista, en este tipo de afirmaciones que cada vez se vuelven más comunes, es la idea de arribar al final de los tiempos, ya el antiguo testamento profetiza que lo habrá, mientras que las películas de ciencia ficción nos recuerdan constantemente que probablemente lo provocaremos nosotros (otra hermosa fantasías antropocéntrica, en donde el fin de la vida terrestre lo propiciamos los hombres).  

En la filosofía el concepto de “tiempo” ha sido en algunas ocasiones obviado y en otras ocasiones tomado sólo como una reflexión lateral del problema estudiado. Tal es el caso de Platón en quién no podemos encontrar claramente una expresión de lo que es el tiempo, posiblemente profundice mucho más en la “eternidad”, dejándonos entender al tiempo como la imagen móvil de la eternidad, en otras palabras es el movimiento de la presencia (Timeo, 37 D).

En Aristóteles el movimiento no es el tiempo, sino que el movimiento y el tiempo se perciben juntos, sin embargo, aunque estemos en un lugar obscuro y no podamos ver el movimiento de un objeto, lo podemos imaginar, lo que prueba que el movimiento puede ser no sólo del objeto, sino de la mente, y puesto que el tiempo se percibe en ambos casos, o bien es movimiento o algo relacionado con el movimiento, como no es movimiento, entonces es lo otro (Phys, IV, 11). 

Si bien no pretendo dar un recorrido acerca de la concepción filosófica del tiempo, sí me parece destacable mencionar la forma como lo concibe Aristóteles, el tiempo es aquello que se relaciona con el movimiento que se percibe, incluso sólo en la mente, por ello las críticas acerca de los fracasos de los propósitos de cada año nuevo a sabiendas que son prácticamente no realizables no funcionan para desarticular la fantasía de que se llevarán a cabo, y es que al percibir el movimiento de la naturaleza en sus ciclos, o el saber que el tiempo está siendo medido en función del movimiento de un planeta alrededor del sol, es suficiente para concebir también un nuevo movimiento en uno mismo, se auspicia la creencia de que se comienza nuevamente, y aun cuando se realicen exactamente las mismas acciones eso no invalida en absoluto el movimiento que se está dando en la mente y con ello la posibilidad de nuevas interpretaciones a los mismos acontecimientos, cada año es un movimiento mental nuevo.